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La equitación es un arte relegado por lo general a un mundo bastante superfluo y estético. No solemos encontrar, hoy en día, un propósito real para el caballo en nuestra vida porque la modernización y la industrialización se han encargado de ello. Aún así sigo incansablemente buscando algo que haga del caballo un compañero de la vida. Una cosa que le de al caballo un sentido mayor que el de dar un paseo o hacer un recorrido de competición en una pista. Sinceramente, es bastante difícil. En mi situación intento adentrarme en la historia, la cultura, la mente del animal, la energía y la conexión con éste. Busco un hueco para ayudar a otras personas, junto a mi mujer, y a caballos para mejorar la relación con sus dueños. Y fue ese camino el que me llevó a encontrar algo más de lo que parecía estar buscando. Una tradición, un lugar antiguo y una raza milenaria. Encontré la figura del criador de ganado marismeño en un hombre que simboliza a una estirpe de personas que aparentaba estar extintas. Este hombre se llama Daniel Jiménez Bocanegra.
Los pasados días 25, 26 y 27 de junio se celebró un evento muy importante y famoso en la aldea del Rocío y Almonte; La Saca De Las Yeguas, al cual fui amistosamente invitado por Manuel Francisco Jiménez Bocanegra y su hermano Daniel.
Salté de alegría al recibir dicho presente, pero no esperaba recibir tantos regalos a la vista, ni una experiencia tan maravillosa como la que viví cerca de esta persona.
Eran las ocho de la tarde cuando aparecí con mi Ford Ranger, mi remolque y mi caballo en el Rocío. Allí estuve con Manuel Francisco y también gozando con mi querido Sundance (mi caballo) de las plácidas calles areniscas de aquel antiguo pueblo. La brisa del atardecer, la puesta del sol, las antiguas casas blancas y los palenques delante de las puertas me hacía trasladarme a años atrás cuando estuve en algunos pueblos de California dándome más cuenta de la extensión de España en el continente Americano.
Cuando anocheció nos encontramos en la casa de la familia de Daniel en una esquina del Rocío. Allí fui calurosamente recibido por todos. Después de una rica cena y de las graciosas “tilas” de Daniel, fuimos a acostarnos durante una hora antes de iniciar nuestra marcha hacia Doñana. No pude pegar ojo de la emoción, pero a las tres y media de la mañana ya estábamos equipando a nuestros corceles para el trabajo. Antes de partir, me regaló una chivata que había hecho él mismo, una vara larga y elástica para espantar y mover el ganado a distancia.
Hermoso es cuando el legado de tu pueblo vive en ti, pero más aún cuando perdurará en tus hijos. En este caso, el hijo de Daniel, que recibía el mismo nombre, es un claro ejemplo de amor hacia lo que es suyo. Daniel Jiménez Acosta es un joven valiente que sigue ferviente y calladamente los pasos de su padre en las labores y cuidados ganaderos dentro de las marismas de Doñana.
Subimos a nuestros caballos tácitamente, y silenciosos recorrimos la nocturna pero festiva aldea. Se oía a lo lejos el cantar jovial y el sonido rasgueado de una bonita melodía de guitarra mientras yo no perdía detalle a mí alrededor. Los caballos rústicos de raza marismeña que portaban Daniel y su hijo eran dignos de admiración. Dos tordos fuertes y flamantes dispuestos a la faena. Sus patas recias, de casco ancho y sus cortos dorsos les convertían en fantásticos animales para las labores del campo.
Nos paramos en la zona de encuentro con parte de la reunión, que es el sustantivo que recibe el grupo de ganaderos que forman cada cuadrilla. De la cual, Daniel es el capataz.
Allí vi cruzar con cautela la calle a un gato negro, recordándome las películas y libros de pistoleros. Y mientras esperábamos, dos jóvenes embriagados paseaban cerca de nosotros entonando una hermosa coplilla local. Cosa que me fascinó, porque no vi a los típicos borrachos insultando o haciendo bromas de mal gusto. Vi a dos muchachos exaltando en una canción a los yegüerizos que acuden con fervor a la Saca De las yeguas.
Tras esperar unos instantes, aparecieron varios miembros de la reunión y encauzamos los cascos de nuestros caballos hacia la puerta de Doñana. Allí nos reunimos a oscuras cien personas. Tras comentarios, charlas de emoción y júbilo sobrevino el silencio con la voz profunda y grave de un hombre que agradeció a todos los presentes estar allí recordándonos la importancia de la organización y respeto. Eso aseguraría el éxito y la seguridad.
Cruzamos callados la puerta principal cien personas y cien caballos entre polvo y oscuridad. Había empezado La Saca de las Yeguas.
Dos cosas fundamentales nos dijeron antes de entrar. Primero mantener el silencio en todo el trayecto y segundo no pisar el puente de hormigón. Pensé y dije…¿para que los caballos no se resbalen con sus herraduras? No, me contestó Daniel. Es para que las yeguas no nos oigan.
Cruzamos dicho puente al inicio, y después de casi dos horas de paso entre las cuales solo cruzamos un par de palabras en voz baja con Daniel junior, llegamos al lugar de la reunión. La tropa que había seleccionada para nosotros estaba cerca. Me quedé sorprendido de saber que las yeguas oían los cascos a dos horas de viaje al paso, impresionante.
Después de una hora, el sol ya salía y el teléfono de Daniel sonó para indicar que nos pusiéramos en marcha. Fue entonces cuando la cosa era delicada. Volvió a ordenarnos silencio y a avanzar despacio entre los bosques de grandes eucaliptos. Y ahí estaban, un grupo de unas cuarenta yeguas se aproximaba desde la marisma hacia la zona boscosa donde nos encontramos. Por indicaciones de Daniel formamos una cadena en el lindero del bosque. Nos explicó que si las yeguas entraban en el bosque era muy dificultoso sacarlas de él. Por ello, era prioritario que no entrasen. Mandó con una seña a dos que salieron a galope tendido contra las yeguas para espantarlas y que estas se dirigieran en dirección contraria, hacia una larga valla que había a varias docenas de metros detrás de ellas. El plan no funcionó. Las yeguas arrancaron hacia nosotros. Pero rápidamente acudimos toda la reunión, unas diez personas, hacia ellas a todo lo que daban nuestros caballos. Parecía una carga de caballería en una batalla. Chivatas en riste y vociferando las hicimos volverse. Isidoro, uno de la camarilla que acudía primero al encuentro con su yegua, cruzada de inglés, topó con una zona de juncos bajos que escondían un pequeño badén. La yegua trastabilló haciendo volar por delante al valiente yegüerizo, aterrizando en un colchón de hierba. La yegua se perdía en la lejanía, pero sabíamos que no podíamos despistarnos de la misión principal. Otra reunión apareció desde el noroeste para ayudarnos a empujarlas hacia el vallado. Otro muchacho también cayó de su flamante español tordo, el cual se fue feliz galopando tras la yegua inglesa.
Se que Isidoro tuvo que andar bastante hasta encontrar un guarda que lo ayudase a buscar a su yegua que se estaba a varios kilómetros de la zona. Apareció en la acampada por la tarde. Del otro muchacho sólo supe que al día siguiente aún no habían encontrado a su caballo.
Empujamos el grupo de yeguas que fue a encontrarse con otra tropa y las rejuntamos. Habría unas setenta u ochenta cabezas. Fue entonces, con el sol un poco más alto cuando me di cuenta que las marismas cambian desmesuradamente de terreno. Pueden tener unas arenas difíciles de andar, unos frondosos bosques de eucaliptos o pinos, disponen de mares de hierba, monte bajo extremadamente peligroso por los agujeros que hacen los conejos y después la zona pantanosa, que ahora, en verano era un secarral agrietado, como si la tierra seca abriese sus fauces pidiendo más agua. Ese tramo fue largo, y los caballos tropezaban y metían los cascos en agujeros que se formaban al caminar. Un lugar bello, que aparentaba ser un cuento de hadas, pero que en realidad oculta dificultades. Más aún cuando me mencionaron lo difícil que era trabajar con la marisma con el agua alta o atravesar caños (ríos que se están secando y generan un barro pegajoso y que hunde al animal hasta las rodillas). De ahí la importancia de conocer bien aquello que haces. Y esta gente lo demostraba a la perfección (aunque siempre había alguna caída, pues hemos de aceptar que no somos perfectos).
Tras llegar a un corral bien preparado con contenedores de agua para las yeguas y para nuestros caballos desmontamos y nos pusimos a beber y a charlas. La faena del día estaba hecha y con éxito. La brisa había dejado hacer la faena agradable y el calor aún se podía aguantar. Eran las diez y medía y sólo quedaba ir hasta donde estaba o estaría nuestro campamento. Entonces me di cuenta que el primer caballo marismeño que toqué estaba en la tropa que habíamos encerrado. Se trata de un semental capa champán precioso que usamos en un curso en 2019. Fue con ese equino cuando mi mujer Lidia, tras tocarlo aquella primera vez dijo solemnemente “por fin he tocado un caballo de verdad”.
El camino hacia la siguiente pila de agua nos llevó alrededor de una hora en la que pasamos cerca de un “ojo”, que es lo más parecido a una pequeña charca de agua, peligrosa para los que no la conoce, pues si te adentras en ella con el caballo puede incurrir en el peligro de no poder salir por el profundo barro. Tras darles de beber en la pila, fuimos al bosque de eucaliptos donde acampamos. Cada participante colocaba su caballo atado en un árbol o lo dejaba pastando por la zona. Tras una corta siesta apareció nuestro tractor con el remolque de los víveres. Ahí empezó la segunda etapa del encierro; la convivencia. Esta gente me demostró que pueden levantarse a las cuatro de la mañana y no refunfuñan, sólo dicen “buenos días, cómo está usted” o cuando están desenvolviendo la zona de comida todos ayudan a pesar del calor, el sudor, la sed y el cansancio. Todo el mundo invita, canta, ríe y volvía el sonido de la guitarra española. Entre bancos de madera, mesas y sillas apareció el jamón, el queso, el chorizo y un sinfín de botellas de alcohol, refrescos y agua. ¡Entonces apareció el resto de la reunión! ¿Más gente pensé? Sí. Vinieron un grupo de personas entre las que se encontraba el gracioso Mario (había pasado la noche con nosotros en el Rocío) acompañado por la ferviente Rosa María, hija pequeña de Daniel e igual de observadora, callada y fehaciente que su hermano mayor. Y aparecieron un grupo montados en enormes mulas con sus serones. Me dije a mi mismo, que hermosa estampa y que tradicionales. Yo no sabía lo útiles que iban a ser esas personas, esas mulas y esos serones para mi….No tenía ni idea.
Entre fiestas y charlas descubrí mucho más acerca de las marismas. Pues me instruyó en ello el primo de Daniel, Juan Francisco Espina. Explicándome la importancia que había tenido Doñana. Una marisma que había sido cultivada, mantenida y equilibrada por la mano del hombre. Un lugar que ahora mismo “unos pocos se están cargando” creyendo que tienen una Amazonas. Pues no, la marisma de Doñana era un lugar donde vivía gente y dónde limpiaban zonas de bosque, hacían “rosales”, limpiaban el corcho de los alcornoques impidiendo que estos muriesen en pocos años (alcornoques centenarios), regulaban la cantidad de zorros y gavilanes, los cuales al estar protegidos y al no tener depredador natural rompen la cadena que antes mantenía el hombre. También todas las labores del campo y la marisma se hacían a lomos de un fuerte caballo marismeño y ahora todo es prohibitivo, “regulado” y en una pugna constante por lo que fue y lo que es ahora. Todo relegado a la ferviente tradición de los almonteños y su ganado marismeño en la Saca y las visitas a Doñana para ver a su preciada raza y al entorno que los envuelve.
Entre charlas siempre dejaba ratos largos para estar con Sundance y llevarlo a pastar. El calor era agobiante fuera del amparaje de la sombra y decidí marcharme de nuevo con mi caballo a la pila de agua situada a unos trescientos metros, allí no pude resistir la tentación de desnudarme y adentrarme en la fresca agua mientras él bebía.
La tarde avanzaba dando paso a más bebida y más comida. Mi campamento consistía en una línea (cuerda fina y larga) entre dos grandes eucaliptos donde estaba atado Sundance para que pudiera moverse y revolcarse. A los pies de unos de esos árboles coloque mi macuto, mi silla, mis alforjas y me acosté junto a mi amigo con las botas cerca del saco de dormir.
Recordando que a las cinco de la mañana había que levantarse me iba moviendo de vez en cuando para comprobar que Sundance estaba bien y cómo estaba el campamento. Me sorprendió encontrar a gente disfrutando y cantando aún a las tres y medía de la mañana. Y a las cinco, cuando nos levantamos, ningún lamento, ni ninguna queja.
Recogimos todo tácitamente con las linternas de los móviles y dejé pastando a mi caballo después de darle pienso mientras esperaba que la reunión terminase de acoplar sus cosas en el remolque.
Me explicaron que la reunión en la que participé bajo el amparo de mi amigo Daniel, se llamaba la Reunión de Los Viejos, porque era la que formaban los antiguos “maestros” de la zona. Actualmente, Daniel recibe tanto respeto por todos en las marismas, que dicha reunión es llamada la Reunión de Daniel Manino. Un apodo cariñoso que recibía la familia.
Dani me preguntó que tal lo había pasado y le dije que era mucho más de lo que me esperaba. También me di cuenta que lo realmente bello era el encierro de las yeguas, no el pasearte por el Rocío para que te vieran (una costumbre que se impuso desde hace unos quince años, no es algo típico ni tradicional).
No paraba de observar, analizar y pensar. Toda aquella gente era educada, respetuosa, culta y muy protectora con su legado y tradición. Vi en Daniel una figura icónica que todo el mundo admira. Un hombre que siempre sonríe y no cuenta sus hazañas o lo favores que ha hecho a docenas de personas. Un hombre que vive por el caballo marismeño, por la marisma y por su fe. Ahí vi al auténtico “horseman”, ahí vi lo que andaba buscando. No como muchos “fantasmas” del mundo de la equitación natural que dicen qué han hecho, lo que saben o lo que son. Cuando alguien reluce por si mismo es porque no le hace falta decir que es, ni quién es, ni menospreciar a nadie para demostrarlo. Sencillamente, cae todo por su propio peso.
Anduvimos a la búsqueda de las yeguas para trasladarlas a Almonte donde el día 27 se separan los potros de las madres para ser subastados al público, ya que por orden de la administración sólo puede haber un cupo de caballos en Doñana y no pueden volver a entrar los pequeños de vuelta. Salen de las marismas alrededor de mil doscientas o mil trescientas yeguas con sus potros y algunos sementales de la asociación. Trasladados entre las calles del Rocío y parando en la zona de los Pinillos para el sesteo y descanso. Y por la tarde reanudan la marcha hacia su destino; el Recinto Ganadero Huerta De La Cañada.
En el camino hacia la aldea del Rocío muchos cuchicheaban al pasar cerca de mi, otros preguntaban por mi hackamore o mi silla. Encontré agradables conversaciones en las que expliqué que en casa domamos al viejo estilo español (de cuando los españoles llevaron sus técnicas a California, EEUU).
Entonces lo vi, el final de la valla y la vuelta a las casas blancas y calles de arena, habíamos regresado al Rocío. Cruzamos con varias reuniones nuestra tropa por el río. Mi mente se trasladaba de nuevo a las películas del oeste o a cuando estuve de pequeño con mis padres en los ranchos de Estados Unidos.
La avenida estaba abarrotada de gente, fotografías, emoción, refrescos, cerveza. Avanzamos a un trote ligero para llegar a la Ermita del Rocío, donde se encuentra ahora la Virgen del Rocío. Con un movimiento rápido, Daniel me indicó que me quitará el sombrero antes de llegar a la zona. Y pasando por delante del portalón de la Ermita, vueltas nuestras caras en señal de respeto hacia la casa de la cristiandad, Daniel gritó con ferviente fe “¡Viva la Virgen del Rocío!” a lo que toda la reunión y todo el público con miles de personas alrededor se unieron a coro “¡¡VIVA LA VIRGEN DEL ROCIÓ!!”. Tras aquellas palabras, una voz tras un micrófono saludo con emoción a Daniel Jiménez.
Después de serpentear entre las callejuelas y salir de la aldea nos dirigimos hacia el pinar, un trayecto duro debido a la temperatura y el sol. A medio camino había una cuba de agua con un tractor para que todos los caballos bebiesen, pero mi boca estaba extremadamente reseca y me había separado de Daniel y su hijo. Pero entonces aparecieron cerca de mí los muleros, cargados con sus serones y sus bebidas. Comentándome que ellos estaban ahí precisamente para eso, para dar de beber al grupo en marcha. Sinceramente, no me gusta nada la cerveza, pero la que me dieron fue la más fría y sabrosa que he disfrutado en la vida. Terminé el último tramo hacia el sesteo junto a ellos.
En la zona de los pinos se reúnen las yeguas en un enorme corral con agua mientras los participantes se congregan alrededor de sus remolques, habiendo abrevado y refrescado a sus caballos previamente. La última comida se celebró con dos enormes paellas buenísimas.
Me sorprendió agradablemente ver como un tractor con una cuba enorme refrescaba continuamente el camino por donde pasaba la gente y sus caballos. Había agua por todos lados para duchar y dar de beber a los caballos continuamente.
Noté a Sundance cansado y visité al veterinario por si a caso, mi amigo Juan Francisco Millán, el cual se rió de mí amistosamente indicándome, tras una comprobación, que el caballo estaba perfectamente y me preocupaba demasiado. Aún así, decidí coger el remolque con Sundance y esperar a la reunión y a la tropa de yeguas en la puerta del corral de Manuel Francisco Jiménez Bocanegra, mi gran amigo Curro. Un corral que está al lado del recinto ganadero y por el cual debían pasar todas las tropas.
Fue maravillosa su entrada, la de cada una de ellas y de todos los yegüerizos.
Finalmente, nuestra reunión se congregó en la puerta del corral de Curro, donde bebieron todos y sus caballos formaban al unísono un medio arco alrededor de nosotros. Me fijé en José Manuel Marín y su hijo, en los hijos de Daniel, en Mario, en Isidoro, en Javier que venía de Sevilla, y en el resto. Formaban un cuadro con Daniel en el centro que me hacía pensar en un capitán y su tripulación, o un general y su grupo de elite, o en un capataz y su buen grupo de vaqueros. Vi como los niños siguen a los padres, vi como mi mente viajaba treinta o cuarenta años atrás, vi como los móviles, los videojuegos, la estética, lo superfluo, quedaba como lo que es, algo banal. Y que los valores de casa quedaban impregnados en ese precioso cuadro delante de mí.
Este escrito es una valoración hacia los yegüerizos de Almonte poniendo a Daniel Jiménez Bocanegra como símbolo de esta gente. Me fijé en esta última escena, como el sudor y el polvo caían sobre él y como su caballo marismeño mantenía la estampa y la figura hasta el final. Realmente pude ver, apreciar y experimentar que es un auténtico hombre de caballo. El centauro de las marismas del Guadalquivir.
Epilogo: Tras esta inolvidable experiencia, hablé con Curro de lo que es y en lo que se está convirtiendo. Cada vez hay más personas que se quieren anexionar a este evento. Tanto dentro del parque como fuera, en el Rocío. Aprecié cómo no pegaban ni con cola en ningún momento. Y Curro puntualizó que en ciertos aspectos parecía un circo y que la gente no entiende la importancia de la tradición de esa región y de sus gentes. A lo cual quiero expresar una opinión personal contradictora. Hacia tiempo que deseaba ser invitado a la Saca, pero no lo mencioné por respeto, hasta que Curro y Daniel me ofrecieron la oportunidad y mi corazón gritó de alegría, ¡por fin! Sin embargo, me he dado cuenta que esto no es una feria y que ninguna persona foránea deberíamos participar en la Saca. Es algo suyo, y nadie debería intervenir en ningún aspecto. Sólo respetarlo, admirarlo y ayudarlos en esta gran labor comprando potros marismeños para evitar que esta legendaria y antigua raza de nobles caballos hispanos se extinga.
Por Carlos Fabregat Massaguer.
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